EDITORIAL
Un proyecto para erradicar a “Dios”
La historia humana no puede interpretarse como un proceso lineal. Tan potente fue el veneno de Saulo, el criminal neurótico de Tarso, que llegó a contaminar la historiografía posterior con el engañoso mito de que todos los acontecimientos se encaminan hacia un fin, la Parusía, o el regreso del Cristo triunfante y redentor. Casi dos milenios de pesadilla, ideológica y espiritualmente situados bajo el hechizo del cristianismo, han hecho común la idea de que el pasado y el futuro son dos puntos equidistantes y opuestos; de que, partiendo de la expulsión del Paraíso y salvados del pecado por un ser mitológico que muere y resucita, nos acercamos al misterio de la iniquidad final, a los tiempos de la apostasía y del anticristo, previos a la victoria definitiva del Paráclito y a la resurrección de los muertos. La traducción ingenua de esta visión mendaz, tamizada en la modernidad, sugirió que los seres humanos “avanzábamos” desde las tinieblas de la ignorancia hasta las cumbres de la razón, siguiendo un hilo que, como el de Ariadna en la cueva del Minotauro, unía ambos extremos en una serie de etapas causales. A través de ellas descubría el hombre su “sentido”, se escalonaban las civilizaciones y el Espíritu, a decir de Hegel, surgía como el fruto maduro de un serpenteo histórico plenamente objetivado. Puro idealismo mágico, en realidad.
Pero lo cierto es que habitamos en un cruce de tensiones, que no existe ningún destino prefijado, y que el diseño del acontecer se elabora día a día. Tensiones que se remiten siempre a dos aspectos de nuestra naturaleza: el miedo y la libertad. Sociológicamente, el resultado obvio se corresponde con el antagonismo entre jerarquía y rebelión, o entre mando y desobediencia. El retorno a los tiempos oscuros, a un orden neo-medieval, al apogeo de un sistema clerical, es, pues, siempre posible, y toda teleología, a favor o en contra, es completamente irreal. El pasado y el futuro se entrelazan en el presente. Un presente en el que sólo contamos con nuestras propias fuerzas.
Antonio Cañizares, el obispo de Toledo, el de la larga capa, expuso hace unos días un apasionado alegato. Dijo que existe “un proyecto para erradicar a Dios”, y que algunos blasfemos pretenden “eliminar a la Iglesia católica”, “mofándose”, además, “del mismo Jesucristo”. El purpurado vislumbraba en Ibiza o en Badajoz los puntos neurálgicos de una geografía diabólica, trazada por pseudo-artistas degenerados –tal como babeó recientemente su colega Joachim Meisner, conocido como “el loco del Rhin”- que ansían la desaparición de su Santa Madre, y que aspiran a una existencia salvaje hundida en el relativismo, el materialismo, el ateísmo y la promiscuidad.
¿Erradicar a “Dios”? Pero, ¿Es eso posible?
Quizá, pero en definitiva tan sólo se trata de una idea, de un “meme” transmitido por la cultura. Por increíble que parezca ahora, “Dios” acabará falleciendo por inanición, por falta de alimento, pues, como máximo parásito de la conciencia, sólo subsiste en tanto que modelo imaginario. No es entonces “Dios” aquello que pretende erradicarse, sino la influencia social y cultural ligada a esta idea. La lucha contra la implantación social del "hecho religioso" y contra los privilegios económicos y políticos de los que disfrutan las religiones y sus instituciones es, por supuesto, el correlato lógico de dicha erradicación. Ambos objetivos constan claramente en los estatutos de la FIdA.
Así es. El proyecto existe. Y no sólo responde a esas “manifestaciones pseudoartísticas” señaladas por el Primado Cañizares, “el trepa” del seminario de Segorbe. Ni tampoco a la “imposición” de una infame asignatura que osa declamar los derechos humanos. El proyecto surge como necesidad ética y como resistencia activa, y comienza a concretarse en un movimiento social emancipador, coherente, racional y combativo... Se llama ateísmo militante. Y apenas acaba de dar sus primeros pasos…
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