La insana fe religiosa
© Fernando G. Toledo
«Creo que la decadencia de la fe dogmática sólo puede hacer bien»
Bertrand Russell
Un buen modo de responder estas cuestiones con algo que escape a la vacuidad de lo especulativo es preguntarse, por ejemplo, si la «religiosidad» contribuye de manera positiva a la «salud» de una sociedad, y si los creyentes tienen, como suele ser opinión común (sobre todo porque hay más creyentes que ateos), una moral de la que los incrédulos carecen.
Al hablar de religión pensemos con el ejemplo del cristianismo. Si es cierto que la religión es la fuente de acceso a la moralidad, y dado que no habría, según se dice, bases seculares para ser moral, una sociedad en la que la población sea mayormente religiosa (i. e. cristiana) dará por resultado una armonía social alta. Y si es verdad que la creencia en un Dios creador, omnipotente y amoroso permite a cada uno de los creyentes en él preocuparse por la inmortalidad de su alma, tendremos por resultado que los ateos serán, cuanto menos, quienes llenen las cárceles, que es el lugar donde acaban los inmorales cuando la justicia civil funciona.
Mayor religiosidad, peor sociedad
Pero resulta que nada de eso se corresponde con la realidad, a juzgar por lo que puede considerarse la investigación más rigurosa, amplia y concluyente de las realizadas hasta hoy para conocer la relación entre religiosidad y salud social. Un estudio cuyos resultados muestran no sólo que las personas creyentes no tienen un sistema moral más infalible que el de los que no creen en Dios ni la inmortalidad, sino algo «peor»: que mientras más religiosa es una sociedad, mayores son los índices de disfuncionalidad. Y, a sensu contrario, mientras más laicismo se respira, mejor van las cosas.
El estudio en cuestión se dio en llamar «Las correlaciones internacionales entre salud social cuantificable con la religión popular y laicismo en las democracias prósperas», y fue publicado por su autor, Gregory S. Paul, en 2005 en el Journal of Religion and Society (EEUU).
Se trata de un impresionante muestreo realizado sobre 18 de las democracias más desarrolladas del mundo, y que relaciona la cantidad de población que confiesa ser religiosa –no sólo creyente, sino también practicante– con las tasas de homicidio, aborto y embarazo adolescente. Sobre una base de datos de nada menos que 800 millones de personas, el resultado es un verdadero escándalo para quienes siguen sosteniendo que la religión es fuente y garantía de moralidad. Es que, en efecto, el estudio muestra por ejemplo que los índices de homicidio son notablemente altos en aquellos países en los que el porcentaje de «creencia absoluta en Dios» o de ciudadanos que «asisten a servicios religiosos varias veces al mes», y muy inferiores entre los que se dicen «agnósticos y ateos».
Los creyentes abortan más
En otro de los cotos más defendidos por el dogmatismo religioso, el aborto, hay más motivos para que recapitulen todos quienes equiparan ateísmo con relativismo y perdición. Los hechos hablan: no importa cuán legalizada esté esta práctica en tal o cual país, mientras las sociedades tienden a ser más religiosas, más abortos se registran. Al destacar el hecho de que los Estados Unidos encabece las peores estadísticas, Gregory Paul se permite una ironía: «El actual (en ese entonces) líder de la mayoría de la Casa Blanca, T. De Lay, cree que los altos índices de crimen y tragedias como el atentado en Columbine continuarán mientras se continúe enseñando a los niños que “no son más más que monos superiories que han evolucionado (sic) a partir de una sopa primordial de fango”». Sin embargo, los datos gritan lo opuesto: Estados Unidos es la democracia más desarrollada en la que menor crédito se da a la teoría evolucionista y, al mismo tiempo, el país donde mayor cantidad de homicidios se cometen.
Divorcio y dogmatismo
Si nos salimos de este apabullante estudio en busca de más evidencias, seguimos encontrando más anomalías entre creyentes que entre ateos. Al punto que incluso bajo algunas premisas morales que los religiosos tienen por dogmáticas, los ateos y agnósticos se muestran más «eficientes». Por ejemplo: ¿se divorcian menos o más las personas religiosas que las que aconfesionales? El divorcio para los cristianos católicos es «ofensa grave contra la ley natural» (sic). Según el Catecismo, «el matrimonio celebrado y consumado no puede ser disuelto por ningún poder humano ni por ninguna causa fuera de la muerte». Pero a la hora de mirar los números proporcionados por una investigación del Barna Research Group, los ateos y agnósticos se ubican en lo más bajo (con 21%) de una tabla que consigna también los casos de divorcios de judíos (30%) y cristianos de diversas ramas (entre un 24% y un 27%). ¡Para los ateos no es pecado divorciarse y, sin embargo, son «menos pecadores»! Vaya ironía.
Casi no hay ateos en las cárceles
Si hacemos caso a las estadísticas elaboradas por la Oficina Federal de Prisiones de los Estados Unidos en 1997, los ateos ocupan, además, los puestos más bajos de las nóminas entre los criminales condenados (0,209%), en un país en el que los cristianos representan entre el 75% y el 82% de la población y los ateos y agnósticos, juntos, apenas entre 0,3% y 2%. Quien sabe leer las estadísticas notará que el porcentaje de ateos es incluso menor que el del total de los ateos. Por cierto, el porcentaje de cristianos encarcelados es casi equivalente al de la población (cerca del 80%) y los católicos lideran el deshonroso ranking, aun cuando no son mayoría en ese país norteamericano. Vale decir que los números de este estudio se parecen a otros similares, por ejemplo a alguno realizado en Colombia y del que hablaba el abogado Juan Carlos Bircamm en un artículo hace un par de años.
Mito sobre mito
La fe no es más que una casa de espejos. Y cuando se instala el «espejismo de Dios» a éste comienzan, indefectiblemente, a crecerle más espectros. Entre esos está, al parecer, la inmoralidad del «insensato ateo». Sam Harris le llama a este fantasma «el mito del caos moral laico». Su razonamiento es límpido y resume lo escrito hasta este punto, aunque haga referencia a otra investigación:
«Si la religión fuera necesaria para la moralidad, habría alguna evidencia de que los ateos son menos morales que los creyentes». Pero «de acuerdo al Reporte de Desarrollo Humano de la ONU (2005), las sociedades más ateas –países como Noruega, Islandia, Australia, Canadá, Suecia, Suiza, Bélgica, Japón, Holanda, Dinamarca y el Reino Unido– son en realidad las más saludables, según indicadores que destacan la expectativa de vida, alfabetismo, ingresos per cápita, nivel educativo, trato equitativo de los sexos, tasas de homicidios y mortalidad infantil. A la inversa, las 50 naciones actualmente clasificadas por las Naciones Unidas en los puestos más bajos del desarrollo son decididamente religiosas. Por supuesto, datos correlativos de este tipo no resuelven cuestiones de causalidad: la creencia en Dios puede conducir a la disfunción social, la disfunción social puede fomentar la creencia en Dios, cada uno de estos factores puede posibilitar el otro, o ambos pueden surgir de una fuente más profunda de malestar. Si dejamos de lado el tema de causa y efecto, estos hechos demuestran que el ateísmo es perfectamente compatible con las aspiraciones básicas de una sociedad civil; y prueban además, concluyentemente, que la fe religiosa no asegura en absoluto la salud de una sociedad».
Al principio nos preguntábamos si era más bien la irracionalidad antes que la «impiedad» la causa de lo que llamamos «actos inmorales», y ahora podemos dar respuesta afirmativa a esa cuestión y equiparar la irracionalidad con la religiosidad. Acaso porque una moralidad basada en seres imaginarios tenga un efecto apenas relativo en el mundo real, que es donde vivimos y para el cual construimos toda moral.
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