dimanche 5 octobre 2008

Ensayo contra Dios


© Fernando G. Toledo

Pocas frases tan célebres y malinterpretadas como el «Dios ha muerto» de Nietzsche (La gaya ciencia, 1881). Célebre por su potencia. Malinterpretada por más de un apólogo, que refrenda la idea de que, por definición, Dios es inmortal y el que sí ha muerto es el filósofo alemán. En su combativo Tratado de ateología (Buenos Aires, Ediciones de la Flor, 2005), Michel Onfray se decide a poner las cosas en claro: Dios no ha muerto, pues las ficciones no mueren. «No se puede refutar un cuento de niños», admite el autor de Cinismos.
Onfray (cuyo Tratado… despertó la ira de algunos sectores creyentes e inspiró por lo menos dos libros en su contra) se lanza a la tarea de deconstruir las creencias, en especial los monoteísmos, a los que el autor considera responsables de un odio que ha sido decisivo para nuestra historia trágica. En el libro, escrito con una pluma tan ágil como afilada, el filósofo francés sale al rescate de pensadores olvidados por el maremagnum teológico que ha dominado a la humanidad por siglos, y luego de exaltar a Epicuro, a Julien Ofroy de la Mettrie, a Ludwig Feuerbach y al Barón D’Holbach, se dispone a dar pruebas de las contradicciones teístas y su «odio» intrínseco, del cual el 11 de setiembre de 2001 es un botón de muestra.

Así, en «Monoteísmos» denuncia la connivencia de las tres grandes religiones (judaísmo, cristianismo, islam), mientras que en «Cristianismo» se lleva por delante mitos como Cristo y su «vandalismo» histórico.
Al fin, en «Teocracia», informa sobre la «pulsión de muerte» que late en lo religioso y propone un «laicismo poscristiano», materialista, hedonista y ético, apoyado en la ciencia, la razón y la filosofía.
Ésta es quizá la apuesta principal del autor, quien después de exorcizar los fantasmas divinos (tan falsos como cualquier otro), invita a construir la «era poscristiana». Es que no basta, para el pensador, con ciertas formas de «ateísmo cristiano» de las que suelen abundar, porque éstas caen en una peligrosa condescendencia: aceptar que ciertamente hubo un mensaje cristiano y que es válido –decir que fue de Jesús ya es insostenible pues éste fue un judío respetuoso de su ley–. ¿Cuál sería ese mensaje? ¿Es ciertamente «cristiano» o tiene sus raíces en filosofías y tradiciones anteriores? Y, en cualquier caso, ¿cómo separar la paja del trigo? Un ateísmo cristiano representa el «reforzamiento de la episteme dominante», «se basa en la ética judeocristiana y se contenta a menudo con plagiarla». Además, disimula prácticas más visibles que el cristianismo (como los otros monoteísmos) sí ha construido con enjundia: alabar «la ignorancia, la inocencia, el candor, la obediencia, la sumisión»; en resumen: «desear lo contrario de lo real».
Onfray, entonces, solicita lo que reconoce como un pleonasmo: un «ateísmo ateo» que instaure el laicismo poscristiano. Nada de «laicidad». Bravo por ella y por lo que ha hecho, dice, pero «al equiparar todas las religiones y su negación, como propone la laicidad que hoy triunfa, avalamos el relativismo: igualdad entre el pensamiento mágico y el pensamiento racional, el mito y el discurso argumentado, entre el discurso taumatúrgico y el pensamiento científico, entre la Torá y el Discurso del método, el Nuevo Testamento y la Crítica de la razón pura, el Corán y la Genealogía de la moral». Esa combinación de opuestos es una farsa. El paso, entonces, ha de darse. «El contrato hedonista –no puede ser más inmanente…– legitima la intersubjetividad, condiciona el pensamiento y la acción, y prescinde completamente de Dios, la religión y los curas. No hay necesidad de amenazar con el Infierno o de seducir con el Paraíso, y de nada sirve fundar una ontología de premio y castigo post mortem para alentar las buenas acciones, justas y rectas. Una ética sin obligaciones ni sanciones trascendentes», resume Michel Onfray.
De a ratos panfletario y exaltado (por lo cual comete errores puntuales), el Tratado de ateología puede ser, sin embargo, una bisagra en las discusiones sobre el papel de la religión. Por lo pronto, cierra con una afirmación equiparable a la nietzscheana: el único «pecado realmente mortal» es ignorar «que sólo existe un mundo». Éste.

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