Si todos fuéramos ateos…
Sin duda, asistimos a un renacer de la intolerancia. La liberalización de la misa en latín y el último documento público de Benedictus PP, un remake del Dominus Iesus (2.000) que insiste en el mantenimiento del monopolio de Roma-Babilonia sobre el orbe cristiano, son etapas de afianzamiento de la deriva integrista vaticana. La primera, saludada con entusiasmo por los cismáticos de Fellay, ha levantado las quejas de colectivos judíos y de disidentes internos. En cuanto a la segunda, promete ser una readaptación del show de Ratisbona, esta vez teniendo como protagonistas a greco-ortodoxos, ruso-ortodoxos, bizantinos, anglicanos, mormones, metodistas, baptistas, antioqueños, armenios, luteranos, presbiterianos, uniatas, coptos, siríacos, evangélicos, valdenses y demás ramas de la familia cristícola. Es decir, a toda la oikoumene, junta y mezclada, subordinada por arte de edicto al monarca Ratzinger y a su sola Iglesia. La brisa de los Dolomitas le debe estar aproximando algo más que murmullos de desaprobación. El gran Papa está consolidando una estrategia de repliegue de fuerzas, con vistas a la cruzada evangelizadora que le ronda el pensamiento desde hace años: el retorno de un occidente feudal, vigilado, protegido y guiado por el soplo del Espíritu Santo, interpretado por los capos de la Santa Madre Iglesia y moralmente cautivo de sus códigos de conducta, basados en la obediencia, el temor y el dogma.
Al otro lado, la alucinación coránica sigue buscando el martirio y la muerte. Se interpreta el propósito de los rebeldes islámicos de la Mezquita Roja de Islamabad como un desafío suicida al Estado. Y lo cierto es que han demostrado que la militancia talibán pakistaní no se limita a unas cuantas zonas rurales fronterizas. Exigiendo la aplicación de la Sharía en la misma capital, multiplicando mártires y predicando sumisiones, los líderes islámicos abrazan también la idea de un oriente encadenado a la creencia, vigilado, protegido y guiado por el Santo Corán, interpretado por los jefes religiosos y moralmente cautivo de sus códigos de conducta, basados en la obediencia, el temor y el dogma.
No hay más dios que Allah. No más Iglesia que la católica. No más ética que la confesional. Ninguna opinión más que la autorizada.
El pulpo teológico aspira a la omnipotencia. Se organizan las guerrillas arzobispales contra el vídeo “blasfemo” de un equipo de fútbol, contra las reformas educativas, contra las peñas pamplonicas irreverentes. Ejércitos clericales atacan a los Estados laicos, exigen “participar libremente” en la política, rescatan rituales de exorcismo, se enfrentan a los científicos y a los tribunales, imponen sus ridículos criterios sexuales evocando sus inmutables principios, y levantan monumentos totémicos en honor a sus dioses. ¿Alguien duda aún de que la raíz de todo conflicto se nutre de pura irracionalidad? ¿Alguien de que los fundamentalismos aspiran a reducir la realidad a esquemas de civilización medievales?
Saramago lo ha expresado recientemente así: “Si todos fuéramos ateos, el mundo sería más pacífico”. La época de la sinrazón debería ser al fin superada, y la destrucción de las religiones un proyecto a realizar. “Dios” es un concepto excesivamente peligroso como para que ande suelto.
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