© Richard Dawkins
Publicado en The Guardian, el 13/04/2010
Traducción de Anahí Seri
¿Por qué la gente se sorprende cuando Christopher Hitchens y yo hacemos un llamamiento para que se procese al Papa? Hay un asunto del que debe responder.
La pederastia no es exclusiva de la Iglesia Católica Romana, y Josef Ratzinger no es uno de esos sacerdotes que violaron a monaguillos abusando de una posición de dominio y confianza. Pero como tantas veces, es el subsiguiente encubrimiento, incluso más que los delitos originales, lo que deshonra una institución, y ahí el Papa está en un buen lío.
El Papa Benedicto XVI es el jefe de la institución en su conjunto, pero no se puede culpar al jefe actual de lo que se hizo antes de que él asumiera el cargo. Salvo que en este caso particular, como arzobispo de Munich y como Cardenal Ratzinger, jefe de la Congregación para la Doctrina de la Fe (lo que antes se llamaba Inquisición), lo mínimo que se puede decir es que hay un asunto del cual debe responder. El último cuerpo del delito es la carta de 1985 facilitado por Associated Press, firmada por el entonces Cardenal Ratzinger, dirigida a la diócesis de Oakland en relación con el caso del Padre Stephen Kiesle.
Dando palos de ciego de pura desesperación, los portavoces de la Iglesia están ahora echándole la culpa de su grave situación a todo el mundo menos a sí mismos, situación que uno de los portavoces oficiales compara con los peores aspectos del antisemitismo (y yo me digo, ¿cuáles son los mejores aspectos?). Entre los presuntos culpables figuran los medios de comunicación, los judíos e incluso Satanás. La Iglesia se está pertrechando detrás de un río de excusas aparentemente inagotable por haber faltado a su obligación legal y moral de comunicar unos delitos graves a las correspondientes autoridades civiles. Pero es la responsabilidad oficial del Cardenal Ratzinger a la hora de determinar la respuesta de la Iglesia frente a las acusaciones de pederastia, así como su carta en el caso de Kiesle, lo que dejar ver, de forma explícita, la auténtica motivación. Estas son sus palabras literales, traducidas del latín en el informe de AP:
«Este tribunal, si bien considera muy significativos en este caso los argumentos presentados a favor de la dispensa, no obstante cree necesario tener en cuenta el bien de la Iglesia universal junto con el del demandante, y tampoco es capaz de minimizar el daño que la concesión de la dispensa puede provocar en la comunidad de los fieles de Cristo, sobre todo teniendo en cuenta la temprana edad del demandante».
«La temprana edad del demandante» se refiere a Kiesle, que entonces tenía 38 años, no a la edad de los chicos a los que ató y violó (11 y 13 años). Queda muy claro que, junto con el guiño a la protección del «joven» sacerdote, la primera preocupación de Ratzinger, y la razón por la cual se negó a apartar del sacerdocio a Kiesle (quien siguió cometiendo delitos), era «el bien de la Iglesia universal».
Esta costumbre de poner la imagen pública de la Iglesia por encima del bien de los niños que están bajo su protección (y eso es una forma muy suave de expresarlo) se repite una y otra vez en los casos de encubrimiento que están saliendo a la luz en todo el mundo. Y el propio Ratzinger lo expresó con claridad fulminante en esta carta que es un cuerpo del delito.
En este caso, estaba negando la encarecida petición del obispo local de que se apartara del sacerdocio a Kiesle. Según el reglamento del Vaticano, de estos casos no debía informarse a las autoridades civiles sino a la propia Iglesia. La actual campaña en el sentido de pedir cuentas a la Iglesia es el motivo por el que acaben de cambiar este reglamento, a fecha de 12 de abril de 2010. Más vale tarde que nunca, como habría dicho Galileo en 1979, cuando el Vaticano finalmente se decidió a presentar sus disculpas de manera póstuma.
Supongamos que el Ministro de educación británico recibiera, de una autoridad municipal de educación, un informe digno de crédito sobre un profesor que ata y viola a sus alumnos. Supongamos que, en lugar de comunicarlo a la policía, simplemente trasladara al delincuente a otro colegio donde éste siguiera violando niños. Eso ya sería gordo. Pero ahora imaginemos que justificase su decisión en términos como éstos:
«Si bien considero muy significativos en este caso los argumentos presentados a favor del procesamiento, no obstante creo necesario tener en cuenta el bien del Gobierno junto con el del profesor que ha cometido los actos, y tampoco soy capaz de minimizar el daño que el procesamiento puede provocar entre los votantes, sobre todo teniendo en cuenta la temprana edad del demandante».
En lo que falla la analogía es que no estamos hablando de un cura que ha cometido delitos, sino de muchos miles, en todo el mundo.
¿Por qué se permite a la Iglesia que se salga con éstas, cuando cualquier ministro a quien se pillase escribiendo una carta de este tipo tendría que dimitir inmediamente y de forma ignominiosa, y ser a su vez procesado? Un líder religioso como el Papa no debería ser diferente. Esta es la razón por la cual, junto con Christopher Hitchens, apoyo la investigación de Geoffrey Robertson, QC 1 y Mark Stephens. Estos excelentes abogados piensan que, para empezar, hay razones de peso para poner en duda el estatus del Vaticano como estado soberano, basándose en que aquello no fue más que una ocurrencia ad hoc motivada por la política interior italiana bajo Mussolini, y que la ONU nunca le ha concedido un estatus pleno. Si tienen éxito con este argumento inicial, el Papa no podría acogerse a la inmunidad diplomática como jefe de estado, y podría ser detenido al pisar suelo británico.
¿Por qué debería alguien sorprenderse, menos aún escandalizarse, cuando Christopher Hitchens y yo abogamos por que se procese al Papa si sigue adelante con su visita prevista al Reino Unido? Lo único extraño de nuestra propuesta es que tuviera que venir de nosotros: ¿dónde han estado los gobiernos del mundo todo este tiempo? ¿Dónde está su fibra moral? ¿Dónde está su compromiso con la justicia universal, la Ley que es igual para todos? El gobierno del Reino Unido, en lugar de ponerse del lado de las víctimas inocentes de la Iglesia Católica, está preparando darle la bienvenida a este hombre grotescamente mancillado en su visita oficial a nuestro país para que pueda «proporcionarnos una guía moral». Léase de nuevo: «proporcionarnos una guía moral».
Por desgracia debo concluir pasando de los sublime a lo trivial, con una corrección necesaria de un error en otro periódico. El 11 de abril, el Sunday Times puso el siguiente pie de foto en portada: «Richard Dawkins: Arrestaré al Papa Benedicto XVI». Esto trae a la mente, y esa fue sin duda la intención, una imagen ridícula en la que yo agarro al pontífice con unas esposas y lo llevo a rastras. Fue duro, pero finalmente conseguí persuadir a ese periódico de Murdoch de que cambiaran el titular en su edición en línea.
Dejando de lado los titulares inventados por subeditores ignorantes, nosotros vamos en serio. Debería ser un tribunal, un tribunal civil y no un tribunal eclesiástico encubridor, el que decidiera si el caso contra Ratzinger es tan grave como parece. Si es inocente, démosle la oportunidad de demostrarlo ante los tribunales. Si es culpable, que se enfrente a la justicia. Como cualquier otra persona.
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