Perdamos el respeto a la Iglesia
Beatriz Gimeno
Intervención de Beatriz Gimeno en la presentación del libro “La Iglesia furiosa”, realizada el 21 de febrero en Madrid, sala Maldonado 53. Beatriz Gimeno es novelista, ensayista y vocal de la Federación estatal de lesbianas, gays, transexuales y bisexuales. Miembro del consejo editorial de la revista Trasversales. Miembro de la Federación Internacional de Ateos (FIdA).
Yo sí que estoy furiosa. Y la furia puede que me impida hablar de la iglesia desde la razón. En todo caso, contra su furia irracional, la nuestra racional. Pero lo cierto es que en muchas ocasiones entramos en discusiones completamente irracionales. De dios no se puede discutir porque no existe. De lo que se puede discutir es de las consecuencias que dicha creencia tiene. Consecuencias políticas y sociales. Así que, finalmente, el hecho de que mucha gente crea en dioses nos incumbe a todos.
Y la mayoría de los que estamos aquí somos ateos, activistas sociales o políticos, que estamos convencidos de que la necesidad de luchar por un estado laico. Esta lucha sigue siendo necesaria a pesar también de que es irracional porque un estado democrático no puede ser otra cosa que laico. Ya es una concesión hablar de libertad religiosa en un estado democrático y de derecho; es redundante, faltaría más. La libertad religiosa está garantizada en la libertad de conciencia, de asociación, de expresión, de reunión… la libertad religiosa está garantizada por la libertad. La libertad religiosa debería ser como la libertad para afiliarse a cualquier otra asociación con vocación de hacer proselitismo.
El problema es que el proselitismo que puede hacer una asociación está siempre en dependencia directa de los valores de los que se proponga ser prosélita. Si dichos valores son antidemocráticos, sexistas, homófobos, discriminadores, contrarios a la libertad… en ese caso dichos valores no deberían poder enseñarse en ningún espacio público, cuánto menos en una escuela. Hay que atreverse a decir que hay valores sobre los que la sociedad ha alcanzado consensos democráticos y que no deberían poder enseñarse en ninguna escuela. Que la mujer es más apropiada para cuidar a los niños que los hombres o que la heterosexualidad es superior a la homosexualidad, tiene derecho a creerlo cualquiera, e incluso a expresarlo, escribirlo, defenderlo, sí, pero no a enseñarlo a los niños y niñas.
Y sí, puede que no se deba enseñar ateismo, pero de la misma manera que en un sistema democrático se debe enseñar lo que significaron el nazismo o el estalinismo, no hay ninguna razón para no enseñar lo que ha hecho y dicho la iglesia a lo largo de la historia. Ni razón alguna para obviar que sus valores son contrarios a la igualdad, la libertad y la felicidad.
Y sin embargo, aún no nos atrevemos a discutir que la iglesia católica tenga derecho a enseñar estas cosas en sus escuelas, que encima pagamos todos. A la iglesia católica (que es la que nos toca) le hemos perdido la fe, pero no hemos aprendido a perderle el respeto. Y desde la furia quiero que aprendamos a perderle el respeto. La iglesia católica dispone de un excedente de respeto que parece no terminarse nunca. ¿Qué más tiene que hacer para que le perdamos el respeto? Quizá no existe otra organización que siga funcionando que haya traído, que siga trayendo, tantos crímenes, tanta injusticia, tanta infelicidad. Las iglesias matan. La iglesia católica mata cuando se opone al uso del condón en países que luego no pueden pagar las medicinas contra el sida. No hay en el mundo una organización con tantas condenas firmes por pederastia y abuso infantil. Y es curioso que la pederastia, que es fundamentalmente heterosexual, en el caso de la iglesia, en cambio, sea fundamentalmente homosexual. Pero, eso sí, sus condenas contra los homosexuales recorren el mundo haciendo que en muchos países la vida sea invivible para éstos. Estamos hablando de Latinoamérica, donde las iglesias atacan y condenan la homosexualidad legitimando a los paramilitares y escuadrones de la muerte que matan a tres homosexuales al mes en Brasil, por ejemplo. Hablo de la iglesia que ha apoyado toda clase de regímenes asesinos en Latinoamérica, en España. Hablo de la iglesia que prefiere una niña de 9 años muerta o madre a que aborte. Hablo de la iglesia que pretende (si la dejáramos) condenar a todas las mujeres a vidas invivibles y a todos y todas a la infelicidad. Y aun le tenemos respeto.
Como mucho, respeto su libertad personal de creer en dioses inexistentes, pero entra dentro de mi libertad no respetarles. No les respeto. Les combato. Y con la máxima beligerancia.
Todos hemos conocido a católicos que son gente inteligente y solidaria. Pero para mí esto es un misterio. Forma parte de la complejidad de la naturaleza humana que personas inteligentes crean un absurdo, que personas de izquierdas se empeñen en pertenecer a una organización de derechas, que personas que luchan por la justicia se empeñen en estar dentro de una organización que apoya todas las injusticias; que estas personas estén dentro de una organización que les querría fuera. Estoy cansada de tener siempre que distinguir, hilando muy fino entre la iglesia y los fieles, entre la jerarquía y la otra iglesia. Respeto la libertad de las personas, pero quiero decir que la iglesia es lo que es y tiene voluntad de serlo casi desde su fundación, y de seguir siéndolo. La iglesia es una enorme estructura con una enorme y no cuestionada influencia educativa, económica, mediática, que trabaja contra los derechos individuales conseguidos tras muchos sacrificios. No es posible oponerse a esa estructura con paños calientes y con cuidado en no herir a los creyentes. Los creyentes nos hieren a nosotros y muchos de los creyentes del mundo querrían vernos muertos. No quiero tener que comenzar mis charlas sobre la iglesia distinguiendo con mucho cuidado entre ésta y el fundamentalismo. La iglesia católica ha sido fundamentalista mientras ha podido, y tiene voluntad de serlo, y lo es dónde puede. Todas las iglesias tienen esa voluntad.
Y en el futuro puede ser más grave. La injusticia global en la que estamos cada vez más inmersos, sometidos a fuerzas que no comprendemos, sin culpables que han desaparecido en superestructuras imposibles de controlar… es evidente que un subproducto de todo esto será el fanatismo religioso, el más irracional, el más difícil de combatir, y que se va a manifestar de muchas maneras. La gente cree, cada vez más, en todo tipo de cosas, en religiones sin dios, en dioses sin religión, en el destino, en la suerte, en las plantas, en los posos de te, en los astros… Y no podemos confundir, desde la izquierda, la necesidad de la aconfesionalidad del estado con la reivindicación de la pluriconfesionalidad.
Como dice Bauman, si la fe en el progreso en un momento dado fue una manifestación de optimismo en el futuro, ahora el progreso da miedo porque la globalización y la injusticia globalizada frente a la que nos hemos quedado sin respuesta auguran un crecimiento del pensamiento irracional en todo el mundo.
La creencia en dios sirve para construir un sentido. Nos dijeron que si dios moría el ser humano no podría vivir sin sentido. Pues sí se puede; los ateos podemos y no somos ni más felices ni más desgraciados que los creyentes. Por el contrario, quizá sea la certeza de que la trascendencia no existe lo que nos permita contemplar de verdad y con el necesario horror los millones de vidas eliminadas, borradas, vidas sufrientes, explotadas para el bienestar de otros. Sólo desde el abismo del absurdo, de la negación de cualquier significación, uno/a puede entender que el único atisbo de sentido es luchar para que cada vida disponga de las mismas oportunidades para encontrar, si no una razón, al menos sí sus momentos de goce y de felicidad.
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