jeudi 20 août 2009

Por Gonzalo Puente Ojea
En Dominio Público


Un timo es la «acción y efecto de timar», y por timar debe entenderse, en su acepción general, «quitar o hurtar con engaño». Pero, en un sentido más específico y relevante, timo significa «engañar a otro con promesas y esperanzas» (DRAE). En esta clase de engaños existe una subclase especialmente dramática, en virtud del alcance y las consecuencias que puede tener en la vida personal de los timados. Me refiero al timo de la religión.
Lo que en este timo resulta definitorio consiste en prometer algo que es de toda evidencia contra natura: la negación de la muerte y la afirmación de una felicidad plena. Por esta razón nuclear y fantástica, y por algunos de sus corolarios, al timo religioso le ha cabido el honor histórico de ser el padre de los demás timos, y así, el más pernicioso, pues su engaño descansa sobre el mito más irreal generado por la mente humana: el de la existencia de almas y espíritus inmateriales como entes reales, y también de sus derivados, los dioses de los politeísmos, el Dios de los monoteísmos y los espíritus de los panteísmos.
Para que ocurra un timo se precisa una relación de engaño entre dos sujetos: el timador y el timado. Y además se requiere un referente que especificará la naturaleza concreta del engaño. En esa relación, el oferente promete lo que en la fase profética de la religión se llamó la salvación personal, porque está asistido por Dios o el gran Espíritu y cuenta con su delegación. Es decir, actúa por procuración divina o parte ya como un redentor divinizado que ostenta el poder de cumplir la realización de las promesas pactadas. Porque el vínculo personal constituido por la fe religiosa es un contrato sinalagmático (del verbo griego synallásso o synallátto: unir, pactar, conciliar), por el cual el oferente propone al ofertado una especie de trato jurídico recíproco que obliga a ambos al cumplimiento íntegro de lo prometido, de modo que, en caso de incumplimiento, las partes asumen la condición de felones según quien sea o no el culpable de la ruptura.
Sin embargo, la constatación del incumplimiento que debe exhibir la parte que se considere perjudicada resulta muy problemática en el momento de atribuir la carga de la prueba. Si esto ya es así en las causas jurisdiccionales terrenales, imagínese el lector qué sucede cuando el contrato recae entre almas, espíritus y dioses, entre ángeles y demonios o entre la demás ralea de esos espacios celestes o infernales en los que se lucha por premios o castigos eternos, o por rebajas de pena a golpe de costosísimas indulgencias, o por intercesiones de vírgenes y santos con clientelas propias, con trámites complejos y costosos en los cuales los «económicamente débiles» suelen estar en condiciones evidentes de inferioridad. Una dificultad prácticamente insuperable se presenta cuando el máximo tribunal divino tiene que decidir quién se ha salvado o condenado, estableciendo así, sin réplica, lo siguiente: si se ha producido ya un incumplimiento insanable; quién ha sido el imputable, y qué pena o premio le corresponde. En esta coyuntura se da la curiosísima situación de que el tribunal divino es juez y parte, y por su propia entidad es omnisciente, justiciero y misericordioso. Cualquier intención del condenado de clamar inocencia no sólo pondría en cuestión la excelencia del tribunal, sino que su rebeldía demostraría la justicia de la sentencia y su ineludible condición de réprobo.
Lo chocante y espantoso del timo religioso consiste en su inicua ventaja sobre los timos mundanos: mientras todos los códigos jurídicos modernos establecen garantías en relación con la celebración y el cumplimiento de los contratos –exigiendo una eficiente identificación personal de los contratantes o una declaración de sus voluntades sin coacción o intimidación, etc.–, las confesiones de fe se atribuyen ritualmente por las Iglesias a recién nacidos, enfermos, moribundos, torturados en las mazmorras de la Inquisición o poblaciones enteras en virtud de concordatos fraudulentos que enajenan la voluntad de las personas y la soberanía de los Estados. Los fieles depositan sus conciencias en el palio de sus iglesias mediante una fe transmitida mecánicamente en el hogar y la escuela, una fe meramente gestual y vehiculada por mitos infantiles y creencias que, al ser aceptadas sin verdadera convicción y sin escrutinio intelectivo, degradan la dignidad humana y dañan la capacidad cognitiva de sujetos dotados de los atributos innatos de inteligencia y creatividad.
Cuando las instituciones religiosas barruntan superficialmente su responsabilidad e imputabilidad éticas, improvisan actitudes de arrepentimiento que se quedan en imploraciones insinceras de perdón colectivo. Pero no cesan en su ejercicio del timo religioso, alimentado por su implacable proselitismo universal a favor del timo supremo de «la vida después de morir». Pero, ¿cómo certificar que se produjo el timo, si no hay testigos de vista de los hechos trascendentales? En último término, el timado tendrá solamente la consolación de la esperanza; sin embargo, como quiera que esa esperanza se cifra en imposibles, resultará siempre frustrada. Ahora bien, una institución carece de conciencia y no es imputable de engaños o timos. Sólo son responsables los individuos en función de sus propios actos. Por consiguiente, las Iglesias ni pueden pedir perdón ni ser perdonadas, a no ser por medio de la irresponsable escenificación de un engaño suplementario. Son los sacerdotes y demás hombres de Iglesia, y sólo ellos, quienes deberían responsabilizarse personalmente del engaño mediante el cumplimiento de las sanciones penales, previa restitución a las víctimas por los daños causados; y, en caso de muerte, serán sus sucesores los obligados a prestar las correspondientes reparaciones físicas y morales.


Gonzalo Puente Ojea es el autor de La religión ¡vaya timo! (Ed. Laetoli)
Lunes, Junio 01, 2009,10:02 PM
© Hernando Salazar
Publicado en BBC Mundo

Salir del clóset está de moda en Colombia. Primero fueron algunos gays, lesbianas, bisexuales y transgeneristas, gracias a sentencias de la Corte Constitucional. Después, consumidores de drogas ilícitas, oponiéndose a su penalización, y ahora el turno es para los ateos y agnósticos.
Con sólo dos semanas en el mercado, un Manual de Ateología, escrito por personajes que niegan o dudan de la existencia de un dios, se ubicó entre los diez títulos más vendidos en las librerías de este país.
El manual fue hecho por 16 personalidades, entre ellas abogados, escritores, periodistas y psicólogos.
BBC Mundo habló con algunos de ellos y también con otros ateos y agnósticos.
Llama la atención que un libro de esa naturaleza se venda bien en Colombia, donde nueve de cada 10 personas se declaran cristianas, en su mayoría católicas. Y esas mayorías se sienten en muchos ámbitos, comportamientos y actitudes.
De hecho, durante más de ocho décadas, Colombia fue consagrada cada año por los gobiernos al Sagrado Corazón de Jesús, una de las imágenes más preciadas por los católicos.



Un estado aconfesional
Y aunque desde 1991 la Constitución declaró al Estado colombiano como aconfesional, muchas instituciones, como la Policía Nacional, siguen manteniendo en sus escudos lemas como «Dios y patria».
En esas circunstancias, muchos, como la escritora Silvia Galvis, le dicen aBBC Mundo que «es muy difícil» expresar públicamente el ateísmo.
«Cuando les conté a unos amigos que no había bautizado a mis hijos, hubo unos cruces de miradas y unas sonrisas despectivas que lo hacen sentir a uno totalmente fuera de lugar», relató Galvis, autora de varios libros, entre ellos Viva Cristo Rey, una crítica al papel de la Iglesia Católica en la historia política de Colombia en el siglo XX.
La escritora, que no hizo parte de los autores del Manual, sostiene que «hay más razones para creer que dios no existe. Me siento más confiada en la vida y hago las cosas porque creo en ellas, sin estar esperando recompensas, como sí ocurre con los creyentes».
El dirigente político Carlos Gaviria, uno de los autores del libro, quien aspira a ser nuevamente candidato presidencial del izquierdista Polo Democrático Alternativo en las elecciones de 2010, también reconoce dificultades para que los demás entiendan su agnosticismo.
¿Cómo hace un agnóstico para conseguir apoyo electoral en un país tan católico?, le preguntó BBC Mundo a Gaviria, que en 2002 obtuvo 2,6 millones de votos.
«Es cierto que la sociedad colombiana es bastante atrasada. Sin embargo, yo creo que para hacer política decente hay que exponer esas posiciones de manera honesta, sin engaños, para que la gente sepa por quién vota», responde Gaviria.
El político relató que en una ocasión un asistente a un acto político lo increpó por su actitud hacia dios y la religión. Entonces, tuvo que explicarle por qué él no tiene razones para afirmar o negar la existencia de un dios. «Después de oírme, el hombre quedó tranquilo», narra.

«Más fácil que en Irán»
A pesar de esas dificultades, otro de los autores del Manual de Ateología, el escritor Héctor Abad, le expresa a BBC Mundo que es más fácil ser ateo en Colombia que en Irán, «donde si lo fuera y lo declarara podría ir a la cárcel».
«Aquí se me puede considerar un tonto o un loco o un inmoral, pero lo puedo decir y no me siento en peligro. Es fácil, es divertido, y a muchas personas incluso les llama la atención, porque muchos creyentes, en realidad, dudan muchísimo de sus creencias», añade.
Abad es un ateo que tiene un tío que es sacerdote del Opus Dei y otro que fue arzobispo de Medellín, la segunda ciudad más importante de Colombia.
«No creo que (ellos) me vean como un anticristo, pero sí hay algunos que me advierten que me voy a ir al infierno», dice.
Según el escritor, una vez un banquero le dijo que él se iba a condenar y que le propuso que le prestara 50.000 dólares al interés que el quisiera, «con una sola condición: usted me presta la plata en esta vida, y yo se la pago en la otra. No quiso hacerme el préstamo».
El editor del Manual de Ateología, José Manuel Acevedo, reconoció hace poco en el diario El Tiempo que algunos personajes se molestaron cuando les pidieron su testimonio para el Manual de Ateología.
Uno de ellos fue Vladimir Flórez, Vladdo, el más famoso caricaturista colombiano, quien después escribió una columna titulada Dizque ateo.
Vladdo le dice a BBC Mundo que una cosa es que él critique a la Iglesia Católica por posiciones y hechos como el celibato, la prohibición de usar anticonceptivos y los casos de pedofilia, y otra que él sea ateo o agnóstico.
«Del clóset deberían salir no sólo los ateos y agnósticos sino todos los que profesan o practican creencias y costumbres “mal vistas” por el conservadurismo, como los gays, las lesbianas, los antiuribistas vergonzantes, muchos ecologistas, los comunistas de corazón y así “subversivamente”», expresa Vladdo.
Todo hace parte de la controversia entre creyentes y no creyentes, que siempre ha habido en la historia de la humanidad, en algunos sitios con más intensidad que en otros.
Abad admite que la controversia sobre un dios enfrentará a los fanáticos, sean creyentes o no creyentes, como ocurre en Afganistán y en Corea del Norte, como sucedió en la Unión Soviética de Stalin y en China durante la revolución cultural.
«Yo soy un ateo manso y poco militante. Creo que todos debemos poder creer o no creer libremente», concluye el escritor.



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Puente Ojea también es un «ateo esencial»

El diplomático Gonzalo Puente Ojea fue embajador de España en el Vaticano y es uno de los autores más reputados sobre religión. Presenta su libro La religión,¡Vaya timo!


© Víctor Charneco
Publicado en Público el 18/05/2009

El diplomático Gonzalo Puente Ojea (Cienfuegos, Cuba, 1924) fue embajador de España en el Vaticano durante el Gobierno de Felipe González y es uno de los autores más reputados sobre religión. Dentro de la colección de la Editorial Laetoli ¡Vaya timo!, que desmonta los mitos que perviven en la sociedad actual, vuelve a evidenciar las mentiras de la Iglesia en La religión,¡Vaya timo!
–¿Es un timo la religión?
–Efectivamente, porque promete lo que no tiene, la felicidad en un mundo paradisiaco después de la vida real.
–Prometido por un Dios muy peculiar.
–Un Dios que tiene todas las cualidades imaginables, de manera que su idea es imposible, sus atributos son claramente contradictorios. Igual que no existe el círculo cuadrado, no puede existir ese Dios.
–Entonces, ¿dónde encuentra su fortaleza?
–En la tradición. En este siglo hay un conocimiento científico que debería dar lugar a un abandono de la religión. No se produce porque los imaginarios colectivos son asimilados por el bebé desde que empieza a tener autonomía. El hogar es la gran máquina de hacer cristianos, por eso la Iglesiatrata de mantenerlo a salvo.
–¿Qué opina del auge del creacionismo?
–El porcentaje de científicos que abandona las creencias religiosas es mayor cada día que pasa. La cultura americana no es propiamente científica, sino tradicional, porque repite los estereotipos de los fundadores.
–¿Por qué los Estados han respetado la Iglesia?
–Porque es una institución poderosa, con una clientela muy fuerte y una gran determinación de predicación de su doctrina. Desde que se unió al Imperio Romano, su potencia pasó a ser casi insuperable.
–¿Por qué el Gobierno no se independiza de la Iglesia?
–La República fue una página nueva en nuestra historia. Su núcleo y la causa de su destrucción fue el laicismo, porque la Iglesia se dio cuenta de que se jugaba el tipo y puso toda la carne en el asador. Esto no lo entienden los jóvenes porque no lo han vivido y porque en las escuelas el PSOE, que había hecho pactos, eliminó esa circunstancia de los planes de estudio.
–¿Qué opina del aumento en la financiación de la Iglesia?
–La explicación es que el virus republicano ha quedado totalmente extirpado. El PSOE hizo una ruptura histórica total, porque la Transición fue la gran estafa política de este país. Alegando que volverían los militares, intervinieron e impidieron que se volviera a instaurar una República, y además eliminaron el poder constituyente, porque la Constitución está elaborada por los procuradores en Cortes de la época de Franco. No se cuestionó la jefatura del Estado y eso sí se hizo en la República de 1931, que eliminó la Corona y promovió el laicismo.
–¿Tan malo le parece el sistema de hoy en día?
–Los llamados partidos democráticos entraron en el juego y nos condenaron a tener una olla de corrupción con una tapadera que se llama monarquía parlamentaria. Vivimos en plena inconstitucionalidad y, en los últimos tramos del Gobierno de Zapatero, en una disolución por la vía autonómica. Es una dictadura de partidos organizada para que los dos grandes tengan la mayoría.
–Usted fue embajador en la Santa Sede, ¿cómo ve en la actualidad a la Iglesia?
–Hace mucho que la Iglesia está en un proceso de pérdida de clientela y que tiene puesta su fe en el tercer mundo, donde hay muchas personas. Ratzinger, un hombre de formas inteligentes aunque no demasiado brillante, tenía que haber hecho la apertura y la revisión de los dogmas morales, pero no lo hace.
–¿Y la rama española?
–Están desquiciados porque se acostumbraron a un régimen de monopolio de las conciencias, que es lo que fue España hasta la República. Y a eso hemos de volver, la Monarquía caerá en unos 20 años y se regresará a esa fórmula.
–¿Y el Minivaticano?
–Todos los políticos les han regalado [a la jerarquía católica] todo lo habido y por haber. Es increíble que incluso Felipe González les diera todo. A mí me dijo que a la Iglesia no se le podía discutir nada y que no me metiera en temas de dogma. Cuando las beatificaciones, al Gobierno no le gustó el empeñó del Vaticano en volver a la Guerra Civil y se mandó una representación de un nivel que evidenciara el descontento. Y sin embargo, un mes más tarde hubo una cena en la Nunciatura, con el rey y el presidente del Gobierno. La Conferencia Episcopal pidió que me quitaran y en agosto fui relevado.

"UBI DUBITUM IBI LIBERTAS"

agosto 15, 2009

San Juan tenía razón

"La Biblia es una maravillosa fuente de inspiración para los que no la entienden”.

George Santayana.

Yo me case ya grande, después de los cuarenta, y recuerdo mucho los esfuerzos de mis ex compañeros de parranda, - para entonces ya casados – para convencerme de las bondades del matrimonio.

No sé si sus esfuerzos eran sinceros o simple envidia de que yo aun podía hacer lo que me diera la gana, cosa que aun puedo hacer, solo es cosa de pedir permiso con dos meses de anticipación y por escrito.

Pero entre todas las razones que esgrimían mis amigos hay una que me llamaba mucho la atención por su inocencia y el efecto que causaba en ellos mi respuesta.

Decían que lo mejor del matrimonio era la vida en familia, como si yo hubiera nacido en probeta y crecido en un hospicio, y que de la familia lo mejor eran los hijos.

Casi todos ellos decían que solo por los hijos valía la pena estar casados, cosa que hasta la fecha considero la peor de las razones para vivir en familia.

Palabras más, palabras menos los diálogos siempre iban de esta manera:

- (ellos) “No lo vas a entender hasta que tengas un hijo, no hasta que estés en mi situación”.

- (yo) “Tu tampoco puedes entenderme porque no estás ni has estado en mi situación”.

- (ellos) “Α que te refieres, claro que si estuve en tu situación, también fui soltero”.

- (yo) “! Nunca a mi edad!”.

Ante esto había pocas respuestas coherentes y debo de reconocerles que casi siempre me concedían este punto.

Quizás yo no sabía lo que era ser casado y tener un hijo, pero ellos tampoco sabían que se sentía ser soltero a los 40.

Y α los que crean que voy α hacer ahora una apología del matrimonio y la paternidad, siento mucho decepcionarlos porque la cosa no va por ahí.

Α lo que voy es α que la situación es casi la misma de quienes dicen que los ateos somos personas infelices y amargadas y que llevamos una vida vacía y sin sentido porque no conocemos α Dios.

En cualquier blog que critique la religión no puede faltar nunca una buena colección de comentarios viscerales que digan que nos tienen lástima porque no conocemos el amor de Dios y que además somos infelices porque solo vemos el lado racional de las cosas.

Y la conclusión, según ellos lógica, es que no podemos ser buenas personas porque no tenemos los valores y principios que solo pueden ser dictados por un ser superior.

La ultima parte, la de los valores, es muy fácil de rebatir con evidencias, las cárceles están llenas de creyentes, las guerras y grandes masacres están casi siempre lideradas y peleadas por creyentes.

Los crímenes más escalofriantes son protagonizados casi siempre por creyentes y α veces incluso inspirados en su fe.

Los últimos estudios de las condiciones socioeconómicas de los países desarrollados, nos indican que las incidencias de eventos negativos como drogadicción, enfermedades infeccionas de transmisión sexual, mortalidad juvenil, embarazos en adolecentes, disfunciones sexuales y aborto son más altos en los países mas religiosos que en los países con mayor población secularizada.

Es cierto que esto no significa necesariamente que la religión sea la causa de estas disfunciones sociales, lo que si resulta más que obvio es que el abandono de la religión no es causa de descomposición social y caos, como suelen afirmar (o amenazar) los diferentes lideres religiosos.

La parte que no es tan fácil de demostrar para ninguno de los dos, es si el ateísmo hace infelices y amargadas α las personas.

Pero en este punto los ateos tenemos una ventaja y esta es que muchos de nosotros hemos estado de ambos lados del espectro que hay entre la fe y la razón, y sería absurdo pensar que hemos escogido voluntariamente la parte más infeliz y vacía.

Y cuando digo “estar de ambos lados no me refiero α los creyentes que pasaron de ser “católicos light”α religiosos activos o renacidos como se suelen llamar α si mismo los de cierta corriente.

En realidad estos no pasaron de un extremo al otro, solamente se deslizaron del centro al extremo religioso.

En mi caso particular yo pase primero de ser católico por tradición familiar, cosas como ser bautizado, hacer primera comunión y esas cosas, de ir a misa con el pretexto de bodas o funerales α una casi total indiferencia hacia la religión de mis padres, exactamente como la mayoría de los católicos.

De ahí me deslice hacia el extremo del fanatismo pasando primero por cursos de evangelización que en realidad son lavados de cerebro con técnicas indistinguibles de cualquier secta de fanáticos.

Después me convertí en coordinador de pequeñas comunidades de jóvenes y en integrante activo de una comunidad religiosa de no tan jóvenes y en un buen apologeta de la palabra de Dios.

Tenía facilidad para justificar lógicamente las contradicciones e incongruencias de los hechos de la Biblia utilizando tan solo recursos dialecticos que otros confundían con un don (era un señor con don).

Pero no por nada mi pasaje favorito de las escrituras es hasta la fecha Juan 8:32, y en esto mi tocayo no andaba tan errado.

Conoceréis la verdad y la verdad os hará libres”.

En mi caso no hubo eventos dramáticos que me hayan hecho perder la fe, fue más bien mi compulsión por la lectura lo que me permitió realmente conocer α Dios, o debería decir α todos los dioses y su origen.

Para decirlo de forma mas poética: “Mordí la manzana, comí del fruto prohibido y fui expulsado del paraíso”.

En mi afán por buscar mejores argumentos para defender mis creencias me encontré con mucho más de lo que buscaba.

Siempre he creído que los que se pelean con Dios por alguna decepción, algún día volverán α el, aunque sea en otra religión.

En cambio quienes dejamos la religión pacíficamente, por medio de la razón, no tenemos punto de retorno porque ya encontramos el paraíso.

En mi caso es una biblioteca donde sirven vino tinto y cerveza obscura y donde la vida se construye de pequeños detalles cotidianos.

Donde no existen pecados originales ni culpas eternas, tan solo actos con consecuencias y responsabilidades.

Donde la meta no es un mundo libre de problemas y felicidad permanente, sino tan solo un mundo real y tangible, ni bueno ni malo y una mente lúcida y racional para adaptar el mundo α nuestras necesidades.

Con una meta así de este tamaño dudo mucho que los ateos seamos unos seres infelices y amargados.

Α los creyentes que dicen que llevamos una vida vacía y carente de sentido y que solo conocen el lado de la línea que va de la indiferencia al fanatismo, yo les pregunto:

¿Y cómo lo saben?

Juan Carlos Bujanda Benitez

samedi 15 août 2009

Manifiesto Ateo

por Sam Harris

En algún lugar del mundo un hombre ha secuestrado a una niña. Pronto va a violarla,
torturarla y matarla. Si una atrocidad de este tipo no estuviera ocurriendo en este preciso
momento, sucederá en unas pocas horas, como máximo unos días. Tanta es la confianza
que nos inspiran las leyes estadísticas que gobiernan las vidas de 6 mil millones de seres
humanos. Las mismas estadísticas también sugieren que los padres de esta niña creen
que en este preciso momento un Dios todopoderoso y amoroso cuida de ellos y su
familia. ¿Tienen derecho a creer esto? ¿Es bueno que crean esto?

No.

La integridad del ateísmo está contenida en esta respuesta. El ateísmo no es una
filosofía; ni siquiera es una visión del mundo; es un rechazo a desmentir lo obvio.
Desafortunadamente, vivimos en un mundo en el cual lo obvio es, por principio, pasado
por alto. Lo obvio debe ser observado y reobservado y discutido. Ésta es una tarea
ingrata. Se la toma con un aura de petulancia e insensibilidad. Es, más que nada, una
tarea que el ateo no desea.

Aunque resulta menos notorio, nadie necesita identificarse a sí mismo como un noastrólogo
o un no-alquimista. Consecuentemente, no tenemos palabras para la gente que
niega la validez de esas pseudodisciplinas. En el mismo sentido, «ateísmo» es un
término que no debería existir. El ateísmo no es más que el ruido que la gente razonable
hace cuando se topa con el dogma religioso. El ateo es simplemente una persona que
cree que los 260 millones de estadounidenses (el 87% de la población) que dicen no
tener dudas sobre la existencia de Dios deberían estar obligados a presentar pruebas de
su existencia, e incluso, de su benevolencia, dada la imparable destrucción de seres
humanos inocentes de la que somos testigos a diario.

Nada más que el ateo advierte cuán sorprendente es nuestra situación: la mayor parte de
los nuestros cree en un Dios que, bajo todo concepto, es igual de fantástico que los
dioses del Olimpo; nadie, sea cuales fueren sus capacidades, puede ocupar un cargo
público en los Estados Unidos sin suponer que ese Dios existe; y muchas de las cosas
que pasan en la política pública en este país se deben a tabúes religiosos y
supersticiones propias de una teocracia medieval. Nuestra realidad es abyecta,
indefendible y horrorosa. Sería graciosa, si las consecuencias no fuesen tan graves.

Vivimos en un mundo donde todas las cosas, buenas y malas, acaban destruidas por el
cambio. Los padres pierden a sus hijos y los hijos a sus padres. Los maridos y esposas
se separan por un instante, y nunca se vuelven a ver. Los amigos se despiden con prisa,
sin saber que será la última vez que lo hagan. Esta vida, cuando se la mira en su
totalidad, se aparece como poco más que un vasto drama de la pérdida. La mayoría de
las personas, sin embargo, imaginan que hay una cura para esto. Si vivimos
correctamente –ni siquiera éticamente, sino dentro de los parámetros de ciertas
creencias antiguas y conductas esterotipadas– obtendremos todo lo que queramos
después de que hayamos muerto. Cuando caigan finalmente nuestros cuerpos,
simplemente nos desharemos de nuestro lastre corporal y viajaremos a una tierra en la
que nos reuniremos con todos los que amamos cuando estábamos vivos. Por supuesto,
la gente demasiado racional y demás chusma quedará excluida de este sitio feliz, y
aquéllos que suspendieron su increencia mientras vivían serán libres para disfrutar de sí
mismos por toda la eternidad.

Vivimos en un mundo de sorpresas inimaginables –desde la energía de fusión que
irradia el sol a la genética y las consecuencias evolutivas de estas luces que bailan por
eones desde el Oriente– y todavía el Paraíso conforma a nuestros intereses más
superficiales con la comodidad de un crucero por el Caribe. Esto es asombrosamente
extraño. Alguien no lo conociera pensaría que el hombre, en su miedo a perder todo lo
que ama, ha creado el cielo, junto con su Dios guardián, a su imagen y semejanza.

Considérese la destrucción que el huracán Katrina dejó en Nueva Orléans. Más de un
millar de personas murieron, decenas de miles perdieron todas sus posesiones terrenas y
cerca de un millón fueron desposeídas de su hogar. Con seguridad, se puede decir que
casi todos los que vivían en Nueva Orléans en el momento del desastre del Katrina creía
en un Dios omnipotente, omnisciente y compasivo. ¿Pero qué estaba haciendo Dios
mientras un huracán devastaba su ciudad? Seguro que oía la plegarias de los viejos y las
mujeres que huían de la inundación hacia la seguridad de sus azoteas, sólo para terminar
ahogándose más lentamente. Eran personas de fe. Eran buenos hombres y mujeres que
habían rezado durante todas sus vidas. Sólo el ateo ha tenido el coraje de admitir lo
obvio: esa pobre gente murió hablándole a un amigo imaginario.

Claro, había advertencias de que una tormenta de proporciones bíblicas sacudiría Nueva
Orléans, y el la respuesta humana al desastre posterior fue trágicamente ineficaz. Pero
fue ineficaz sólo bajo la luz de la ciencia. Los indicios del avance del Katrina fueron
sacados de la muda Naturaleza mediante cálculos meteorológicos e imágenes satelitales.

Dios no le cuenta a nadie sus planes. De haberse confiado los residentes de Nueva
Orléans en la caridad del Señor, no se habrían enterado de que un huracán asesino se
abatiría sobre ellos hasta que hubieran sentido las primeras ráfagas del viento sobre sus
rostros. A pesar de todo, según una encuesta del Washington Post, un 80% de los
sobrevivientes del Katrina aseguraban que el suceso había reforzado su fe en Dios.
Mientras el Katrina devoraba Nueva Orléans, cerca de mil peregrinos chiítas morían al
derribarse un puente en Iraq. No caben dudas de que esos peregrinos creían
poderosamente en el Dios del Corán: sus vidas estaban organizadas alrededor del hecho
indubitable de su existencia; sus mujeres caminaban con el rostro velado delante de él;
sus hombres se mataban regularmente unos a otros en nombre de interpretaciones
enfrentada de su palabra. Sería de destacar si un solo de los sobrevivientes de esta
tragedia perdiera su fe. Lo más probable es que los sobrevivientes imaginen que han
sido resguardados por la gracia de Dios.

Sólo el ateo reconoce el infinito narcisismo y el autoengaño de los que se salvaron. Sólo
el ateo comprende cuán moralmente despreciable es que los sobrevivientes de una
catástrofe se crean salvados por un Dios amoroso mientras que este mismo Dios
ahogaba a los niños en sus cunas. Debido a que se niega a tapar la realidad del
sufrimiento del mundo con el disfraz de una fantasía de vida eterna, el ateo siente hasta
en los huesos cuán preciosa es la vida, y al mismo tiempo cuán desafortunados sos esos
millones de seres humanos que sufren el más terrible ataque a su felicidad sin ninguna
razón valedera.

Uno se pregunta cuán vasta y gratuita tiene que ser una castástrofe para que alcance a a
sacudir la fe del mundo. El Holocausto no lo consiguió. Tampoco lo habría hecho el
genocidio en Ruanda, ni aunque sus perpetradores fuesen sacerdotes armados con
machetes. Quinientos millones de personas murieron de viruela durante el siglo XX,
casi todos niños. Los caminos de Dios son, sin duda, inescrutables. Pareciera que
cualquier hecho, no importa cuán infeliz sea, puede ser compatible con la fe religiosa.

En materia de fe, hemos decidido no tener los pies en la Tierra.
Por supuesto, la gente de fe asegura que Dios no es responsable del sufrimiento de la
humanidad. Pero, ¿cómo podemos entender que se afirme que Dios es a la vez
omnisciente y omnipotente? No hay otro modo, y es tiempo de que los seres humanos
razonables lo asuman. Es el viejo problema de la teodicea, claro, y deberíamos
considerarlo resuelto. Si Dios existe, pues no puede hacer nada por detener las más
descomunales calamidades o no le importa hacerlo. Dios, por consiguiente, o es
impotente o es malvado. Los lectores piadosos ejecutarán ahora la siguiente pirueta:

Dios no puede ser juzgado por las simples reglas humanas de moralidad. Pero,
obviamente, las simples reglas humanas de moralidad son precisamente las que primero
usan los fieles para establecer la bondad de Dios. Y cualquier Dios que se preocupara
por algo tan trivial como un matrimonio gay o el nombre por el que debe ser
mencionado en una plegaria, no es tan inescrutable después de todo. Si existiera, el Dios
de Abraham no sería solamente indigno de la inmensidad de la creación, sería indigno
de cualquier hombre.

Hay otra posibilidad, claro, y es la más razonable y la más odiosa: el Dios de la Biblia
es una ficción. Como Richard Dawkins ha observado, todos somos ateos con respecto a
Zeus y a Thor. Sólo el ateo ha concluido que el dios bíblico no es diferente.
Consecuentemente, sólo el ateo es lo suficientemente compasivo como para tomarse en
serio la hondura del sufrimiento mundial. Es terrible que todos vayamos a morir y
perder cada cosa que amamos; es doblemente terrible que tantos seres humanos sufran
sin necesidad mientras viven. Buena parte de ese sufrimiento puede ser directamente
atribuido a la religión –a los odios religiosos, las guerras religiosas, las ilusiones
religiosas (religious delusions) y las diversiones religiosas de escasos recursos–, y es lo
que convierte al ateísmo en una necesidad moral e intelectual. Es una necesidad, de
todos modos, que el desplaza al ateo hacia los márgenes de la sociedad. El ateo, por el
mero hecho de estar en contacto con la realidad, termina lleno de vergüenza al no tener
relación con la vida de fantasía de sus vecinos.

La naturaleza de la creencia

Según varias encuestas recientes, el 22 % de los americanos están totalmente
convencidos de que Jesús volverá a la Tierra algún día de los próximos 50 años. Otro
22% cree que lo anterior es bastante probable. Seguramente este mismo 44 % de
americanos son los que van a la iglesia una vez por semana o más, que creen
literalmente que Dios prometió la tierra de Israel a los judíos, y que quieren prohibir la
enseñanza del hecho biológico de la evolución a nuestros hijos. Como bien sabe el
Presidente George W. Bush, los creyentes de esta categoría constituyen el segmento
más cohesionado y motivado del electorado americano. Por consiguiente, sus opiniones
y prejuicios influyen en casi todas las decisiones de importancia nacional. Los políticos
liberales parecen haber extraído una lección incorrecta de estos acontecimientos y han
vuelto su mirada hacia las Escrituras, preguntándose cómo podrían congraciarse con las
legiones de hombres y mujeres de nuestro país que votan en gran parte basándose en el
dogma religioso. Más del 50 % de los americanos tiene una opinión «negativa» o
«sumamente negativa» de la gente que no cree en Dios; el 70 % piensa que es muy
importante que los candidatos a la presidencia sean «firmemente religiosos». La
irracionalidad se encuentra ahora en ascenso en los Estados Unidos: en nuestras
escuelas, en nuestros tribunales y en cada rama del gobierno federal. Sólo el 28 % de los
americanos cree en la evolución; el 68 % cree en Satán. Una ignorancia de tal calibre,
concentrada tanto en la cabeza como en el vientre de una superpotencia sin rival,
representa actualmente un problema para el mundo entero.

Aunque sea bastante fácil para la gente de buen tono criticar el fundamentalismo
religioso, la llamada «moderación religiosa» todavía disfruta de un prestigio
considerable en nuestra sociedad, incluso dentro de la torre de marfil. Lo anterior resulta
irónico, ya que los fundamentalistas tienden a hacer un uso de sus cerebros más basado
en principios que los «moderados». Aunque los fundamentalistas justifiquen sus
creencias religiosas con pruebas y argumentos extraordinariamente pobres, al menos
intentan dar una justificación racional. Los moderados, en cambio, generalmente no
hacen más que citar las consecuencias benéficas de la creencia religiosa. En lugar de
decir que creen en Dios porque ciertas profecías bíblicas se han cumplido, los
moderados dirán que ellos creen en Dios porque esta creencia «da sentido a sus vidas».

Cuando un tsunami mató a cien mil personas el día siguiente al de Navidad, los
fundamentalistas interpretaron fácilmente este cataclismo como una prueba de la ira de
Dios. Al parecer, Dios había enviado otro mensaje oblicuo a la humanidad sobre los
males del aborto, la idolatría y la homosexualidad. Aunque moralmente obscena, esta
interpretación de los acontecimientos es hasta cierto punto razonable, aceptando
determinadas suposiciones (absurdas). Los moderados, en cambio, rechazan extraer
cualquier conclusión sobre Dios a partir de sus obras. Dios sigue siendo un perfecto
misterio, una mera fuente de consuelo que es compatible con la existencia del mal más
desolador. Ante desastres como el tsunami asiático, la piedad liberal es apta para
producir las más afectadas y pasmosas tonterías imaginables. Así y todo, los hombres y
mujeres de buena voluntad prefieren habitualmente tales vacuidades a la moralización y
profetización odiosas de los creyentes auténticos. Ante las catástrofes, sin duda es una
virtud de la teología liberal que ésta enfatice la piedad sobre la ira. Vale la pena señalar,
sin embargo, que es la piedad humana lo que se revela –no la de Dios– cuando los
cuerpos hinchados de los muertos son devueltos por el mar. Cuando miles de niños son
arrancados simultáneamente de los brazos de sus madres y ahogados en el mar durante
días, la teología liberal debe revelarse como lo que es –el más vacuo y estéril de los
pretextos mortales. Incluso la teología de la ira tiene más mérito intelectual. Si Dios
existe, su voluntad no es inescrutable. Lo único inescrutable en estos hechos terribles es
que hombres y mujeres neurológicamente sanos puedan creer lo increíble y pensar que
esto es la cumbre de la sabiduría moral.

Es completamente absurdo sugerir, como hacen los religiosos moderados, que un ser
humano racional pueda creer en Dios simplemente porque esta creencia le hace feliz,
porque alivia su miedo a la muerte o porque otorga sentido a su vida. La absurdidad se
hace obvia en el momento en que cambiamos la noción de Dios por alguna otra
proposición de consuelo: imaginemos, por ejemplo, que un hombre desea creer que
existe un diamante enterrado en algún lugar de su patio trasero, y que este diamante es
del tamaño de un refrigerador. Sin duda, se sentirá extraordinariamente bien al creer
esto. Imaginemos qué pasaría entonces si ese hombre siguiera el ejemplo de los
religiosos moderados y mantuviera dicha creencia en términos pragmáticos: cuando se
le pregunta por qué piensa que hay un diamante en su patio trasero y que además ese
diamante es miles de veces mayor que ningún otro que haya sido descubierto, el hombre
dice cosas como las siguientes: «Esta creencia da sentido a mi vida», o «Mi familia y yo
disfrutamos cavando para encontrarlo los domingos», o «Yo no querría vivir en un
universo donde no hubiera un diamante enterrado en mi patio trasero y que fuera del
tamaño de un refrigerador». Claramente estas respuestas son inadecuadas. Pero son
peores que eso. Son las respuestas de un loco o de un idiota.

Aquí podemos ver por qué la apuesta de Pascal, el «salto de fe» de Kiergegaard y otros
esquemas epistemológicos fideístas no tienen el menor sentido. Creer que Dios existe es
creer que uno se encuentra en alguna relación con su existencia, tal que dicha existencia
es ella misma la razón de la creencia de uno. Debe haber alguna conexión causal, o al
menos una apariencia de ésta, entre el hecho en cuestión y la aceptación de ese hecho
por parte de la persona. De este modo, podemos ver que las creencias religiosas, para
ser creencias sobre cómo es el mundo, deben ser tan probatorias en el ámbito del
espíritu como en cualquier otro ámbito. Pese a todos sus pecados contra la razón, los
fundamentalistas religiosos entienden lo anterior; los moderados –casi por definición–
no lo entienden en absoluto.

La incompatibilidad entre la razón y la fe ha sido un rasgo evidente de la cognición
humana y del discurso público durante siglos. Una persona debe tener buenas razones
para sostener firmemente lo que cree o lo que no cree. Las personas de todos los credos
generalmente reconocen la primacía de las razones, y recurren al razonamiento y a las
pruebas siempre que pueden. Cuando la indagación racional apoya el credo, aquélla
siempre es defendida; cuando representa una amenaza, es ridiculizada, a veces en la
misma frase. Sólo cuando las pruebas favorables a una doctrina religiosa son escasas o
inexistentes, o hay una evidencia aplastante en su contra, sus defensores invocan la
«fe». Es decir, los fieles simplemente citan los motivos para defender sus creencias (por
ejemplo, «el Nuevo Testamento confirma las profecías del Antiguo testamento», «yo vi
la cara de Jesús en una ventana», «rezamos, y el cáncer de nuestra hija comenzó a
retroceder»). Tales razones son generalmente inadecuadas, pero son mejores que
ninguna razón en absoluto. La fe no es más que la licencia que la gente religiosa se
otorga a sí misma para seguir creyendo cuando las razones fallan. En un mundo
fragmentado por creencias religiosas incompatibles entre sí, en una nación que se
encuentra cada vez más sometida a concepciones propias de la Edad de Hierro acerca de
Dios, el final de la historia y la inmortalidad del alma, esta lánguida división de nuestro
discurso en asuntos de razón y asuntos de fe es sencillamente inadmisible.

La fe y la sociedad buena

La gente de fe afirma regularmente que el ateísmo es responsable de algunos de los
crímenes más espantosos del siglo XX. Aunque sea cierto que los regímenes de Hitler,
Stalin, Mao y Pol Pot eran irreligiosos en diversos grados, no eran especialmente
racionales. De hecho, sus declaraciones públicas eran poco más que letanías de
ilusiones: ilusiones sobre la raza, la identidad nacional, la marcha de la historia o los
peligros morales del intelectualismo. En muchos sentidos, la religión fue directamente
culpable incluso en estos casos. Consideremos el Holocausto: el antisemitismo que
construyó pieza a pieza los crematorios nazis era una herencia directa del cristianismo
medieval. Durante siglos, los alemanes religiosos habían visto a los judíos como la peor
especie de herejes, y habían atribuido todos los males sociales a su presencia continuada
entre los fieles. Mientras en Alemania el odio a los judíos se expresaba de un modo
predominantemente secular, la demonización religiosa de los judíos continuó existiendo
en Europa. (El propio Vaticano perpetuó el libelo de la sangre en sus publicaciones, en
una fecha tan tardía como 1914.)

Auschwitz, el Gulag y los campos de la muerte no son ejemplos de lo que ocurre
cuando la gente se hace demasiado crítica con las creencias injustificadas; al contrario,
estos horrores son un testimonio de los peligros que conlleva el no pensar lo bastante
críticamente sobre ideologías seculares específicas. Por supuesto, un argumento racional
contra la fe religiosa no es un argumento para abrazar ciegamente el ateísmo como
dogma. El problema expuesto por el ateo no es otro que el problema del dogma mismo
(del que toda religión participa en grado extremo). No existe ninguna sociedad en la
historia escrita que haya sufrido porque su gente se volviera demasiado razonable.

Aunque la mayor parte de los americanos creen que deshacerse de la religión es un
objetivo imposible, la mayor parte del mundo desarrollado ya lo ha conseguido.

Cualquier relato sobre un supuesto «gen divino», el cual sería responsable de que la
mayoría de los americanos organicen desvalidamente sus vidas alrededor de antiguas
obras de ficción religiosa, debe explicar por qué tantos habitantes de otras sociedades
del Primer Mundo parecen carecer de dicho gen. El nivel de ateísmo existente en el
resto del mundo desarrollado refuta cualquier argumento según el cual la religión es de
algún modo una necesidad moral. Países como Noruega, Islandia, Australia, Canadá,
Suecia, Suiza, Bélgica, Japón, Países Bajos, Dinamarca y el Reino Unido se encuentran
entre las sociedades menos religiosas de la Tierra. Según el Informe de Desarrollo
Humano 2005 de las Naciones Unidas, dichos países son también los más sanos, como
indican las medidas de esperanza de vida, alfabetismo adulto, ingresos per cápita,
desarrollo educativo, igualdad entre sexos, tasa de homicidios y mortandad infantil. A la
inversa, las 50 naciones que ahora se encuentran en el escalafón más bajo en términos
de desarrollo humano son fuertemente religiosas. Otros análisis reflejan la misma
situación: los Estados Unidos son únicos entre las democracias ricas por su nivel de
fundamentalismo religioso y por su oposición a la teoría evolutiva; también son únicos
por las altas tasas de homicidio, abortos, embarazos de adolescentes, casos de SIDA y
mortandad infantil. La misma comparativa es cierta dentro del territorio de los Estados
Unidos: los Estados del Sur y del Medio Oeste, caracterizados por los niveles más altos
de superstición religiosa y de hostilidad hacia la teoría evolutiva, están especialmente
afectados por los mencionados indicadores de disfunción social, mientras que los
estados relativamente seculares del Noreste se conforman más a los estándares
europeos. Desde luego, los datos correlacionales de este tipo no resuelven las cuestiones
de causalidad –la creencia en Dios puede conducir a la disfunción social; la disfunción
social puede dar lugar a la creencia en Dios; cada factor puede fomentar el otro; o bien
ambos factores pueden surgir de alguna fuente más profunda de disfuncionalidad.
Dejando aparte la cuestión de la causa y el efecto, estos hechos demuestran que el
ateísmo es absolutamente compatible con las aspiraciones básicas de una sociedad civil;
también demuestran, de manera concluyente, que la fe religiosa no hace nada para
asegurar la salud y el bienestar de una sociedad.

Los países con altos niveles de ateísmo también son los más caritativos en términos de
prestación de ayuda extranjera al mundo en desarrollo. El dudoso eslabón existente
entre el fundamentalismo cristiano y los valores cristianos también es refutado por otros
índices de caridad. Consideremos la proporción entre los salarios de los altos ejecutivos
y los salarios de los empleados medios: en Gran Bretaña es de 24 a 1; en Francia, de 15
a 1; en Suecia, de 13 a 1; en los Estados Unidos, donde el 83 % de la población cree que
Jesús literalmente resucitó de entre los muertos, es de 475 a 1. Parece que aquí muchos
camellos esperan entrar fácilmente por el ojo de una aguja.

La religión como fuente de violencia

Uno de los mayores desafíos afrontados por la civilización en el siglo XXI es que los
seres humanos aprendan a hablar sobre sus intereses personales más profundos –sobre
la ética, la experiencia espiritual y la inevitabilidad del sufrimiento humano– de un
modo que no sea flagrantemente irracional. Nada obstaculiza más el camino de este
proyecto que el respeto que concedemos a la fe religiosa. Doctrinas religiosas
incompatibles han balcanizado nuestro mundo en comunidades morales separadas –
cristianos, musulmanes, judíos, hindúes, etc.– y estos desacuerdos se han convertido en
una fuente continua de conflicto humano. Ciertamente, la religión es hoy en día una
fuente activa de violencia, tanto como lo fue en cualquier momento del pasado. Los
conflictos recientes en Palestina (judíos contra musulmanes), los Balcanes (serbios
ortodoxos contra croatas católicos; serbios ortodoxos contra musulmanes bosnios y
albaneses), Irlanda del Norte (protestantes contra católicos), Cachemira (musulmanes
contra hindúes), Sudán (musulmanes contra cristianos y animistas), Nigeria
(musulmanes contra cristianos), Etiopía y Eritrea (musulmanes contra cristianos), Sri
Lanka (budistas cingaleses contra hindúes tamiles), Indonesia (musulmanes contra
cristianos timoreses), Irán e Irak (musulmanes chiítas contra musulmanes sunníes), y
Cáucaso (rusos ortodoxos contra musulmanes chechenos; musulmanes azerbaijanos
contra armenios católicos y ortodoxos) son simplemente algunos ejemplos. En estos
lugares, la religión ha sido la causa explícita de literalmente millones de muertos en los
últimos 10 años.

En un mundo dividido por la ignorancia, sólo el ateo se niega a rechazar lo evidente: la
fe religiosa promueve la violencia humana a un nivel asombroso. La religión inspira la
violencia en al menos dos sentidos: (1) a menudo las personas matan a otros seres
humanos porque creen que el Creador del Universo quiere que así lo hagan (el corolario
psicopático inevitable es que tal acto les asegurará una eternidad de felicidad después de
la muerte). Los ejemplos de este tipo de comportamiento son prácticamente
innumerables, siendo el más destacado el de los terroristas suicidas jihadistas. (2) Un
número cada vez mayor de personas se encuentran inclinadas hacia el conflicto
religioso, simplemente porque su religión constituye el corazón de sus identidades
morales. Una de las patologías duraderas de la cultura humana es la tendencia a educar a
los niños en el temor y a demonizar a otros seres humanos en base a la religión. Muchos
conflictos religiosos que parecen motivados por intereses terrenales son, por lo tanto, de
origen religioso. (Los irlandeses lo saben muy bien.)

A pesar de todos estos hechos innegables, los religiosos moderados tienden a
imaginarse que el conflicto humano siempre puede reducirse a la carencia de educación,
a la pobreza o a los agravios políticos. Ésta es una de las muchas ilusiones de la piedad
liberal. Para disiparla, sólo tenemos que pensar en el hecho de que los secuestradores
del 11-S eran universitarios de clase media-alta que no tenían ninguna historia conocida
de opresión política. Sin embargo, habían pasado una cantidad de tiempo excesiva en su
mezquita local, oyendo hablar de la depravación de los infieles y de los placeres que
esperan a los mártires en el Paraíso. ¿Cuántos arquitectos e ingenieros aeronáuticos
deberán volver a estrellarse contra una pared a 400 millas por hora, antes de que
admitamos que la violencia jihadista no es un asunto de educación, política o pobreza?
La verdad, bastante asombrosa, es la siguiente: una persona puede ser tan culta e
instruída como para construir una bomba nuclear, y así y todo creer que obtendrá a 72
vírgenes en el Paraíso para toda la eternidad. Tal es la facilidad con que la mente
humana puede ser alienada por la fe, y tal es el grado de acomodación de nuestro
discurso intelectual a la ilusión religiosa. Sólo el ateo ha observado lo que ahora debería
ser evidente para todo ser humano pensante: si queremos desarraigar las causas de la
violencia religiosa debemos desarraigar las falsas certezas de la religión .

¿Por qué la religión es una fuente tan poderosa de violencia humana?

Nuestras religiones son intrínsecamente incompatibles entre sí. Jesús resucitó de entre
los muertos y volverá a la Tierra como un superhéroe, o no; el Corán es la palabra
infalible de Dios, o no lo es. Cada religión hace afirmaciones explícitas sobre cómo es
el mundo, y la profusión abrumadora de estas afirmaciones incompatibles –que además
son dogmas de fe obligatorios para todos los creyentes– crea una base duradera para el
conflicto.

No hay ninguna otra esfera del discurso en la que los seres humanos articulen de manera
tan clara sus diferencias mutuas, o en la que expresen estas diferencias en términos de
recompensas y castigos eternos. La religión es la única realidad humana en la que el
pensamiento nosotros-ellos alcanza una importancia trascendente. Si una persona cree
realmente que llamar a Dios por su nombre correcto puede marcar la diferencia entre la
felicidad eterna y el sufrimiento eterno, entonces se hace bastante razonable tratar con
rudeza a los herejes e incrédulos. Hasta puede ser razonable matarlos. Si una persona
piensa que hay algo que otra persona puede decirles a sus hijos que podría poner en
peligro sus almas para toda la eternidad, entonces el vecino hereje es en realidad mucho
más peligroso que el más sádico violador infantil. Los estigmas de nuestras diferencias
religiosas son enormemente más pronunciados que los nacidos del mero tribalismo, del
racismo o de la política.

La fe religiosa es un poderoso obstáculo al diálogo. La religión no es más que el área de
nuestro discurso donde las personas se protegen sistemáticamente de la exigencia de
aportar pruebas en defensa de sus creencias firmememente sostenidas. Así y todo, estas
creencias de las personas a menudo determinan para qué viven, para qué morirán, y –
demasiado a menudo– para qué matarán. Éste es un problema muy grave, porque
cuando los estigmas diferenciales son muy pronunciados los seres humanos sólo
encuentran una opción entre el diálogo y la violencia. Sólo una buena voluntad
fundamental de ser razonable –de manera que nuestras creencias sobre el mundo sean
revisadas por nuevas pruebas y nuevos argumentos– puede garantizar que sigamos
hablando entre nosotros. La certeza sin pruebas es necesariamente divisoria y
deshumanizadora. Aunque no existe ninguna garantía de que la gente racional siempre
vaya a ponerse de acuerdo, indudablemente la gente irracional siempre estará dividida
por sus dogmas. Parece sumamente improbable que podamos curar los desacuerdos
existentes en nuestro mundo simplemente multiplicando las ocasiones para el diálogo
interconfesional.

El objetivo de la civilización no puede ser la tolerancia mutua ni la irracionalidad
manifiesta. Aunque todos los partidarios del discurso religioso liberal han acordado
pasar de puntillas por aquellos puntos en los que sus visiones del mundo chocan
frontalmente, estos mismos puntos seguirán siendo fuentes de conflicto perpetuo para
sus correligionarios. La corrección política, por lo tanto, no ofrece una base duradera
para la cooperación humana. Si la guerra religiosa debe hacerse inconcebible para
nosotros, del mismo modo que ya lo son la esclavitud y el canibalismo, es
absolutamente necesario prescindir de todos los dogmas de fe.

Cuando tenemos razones para creer lo que creemos, no tenemos ninguna necesidad de
fe; cuando no tenemos ninguna razón, o sólo tenemos malas razones, hemos perdido
nuestra conexión con el mundo y con los seres humanos. El ateísmo no es sino un
compromiso con el nivel más básico de honestidad intelectual: las convicciones de una
persona deberían ser proporcionales a sus pruebas. Pretender estar seguro de algo
cuando no se está –en realidad, pretender estar seguro sobre proposiciones para las que
ni siquiera es concebible prueba alguna– es un defecto tanto intelectual como moral.

Sólo el ateo ha comprendido esto. El ateo es simplemente una persona que ha percibido
la mentira de la religión y que ha rechazado convertirla en una mentira propia.